Venezuela: independencia y soberanía verdaderas
Todos los días 5 de julio, los venezolanos celebramos la firma del Acta de la Independencia en el año 1811. La historia nos cuenta que la Junta Suprema de Caracas convocó a la soberanía popular, llamando a un congreso de delegados de las Provincias de Venezuela, tomando en cuenta que desde 1808 la autoridad del Rey había sido depuesta por Napoleón. La instalación del Primer Congreso de Venezuela, el 2 de marzo de 1811, se realizó con la representación de 7 de las 10 provincias que componían la Capitanía General de Venezuela: Caracas, Cumaná, Barinas, Margarita, Mérida, Barcelona y Trujillo. Luego de las múltiples argumentaciones a favor y en contra de la causa de la independencia definitiva, el joven Simón Bolívar lanzó su famosa pregunta: "¿Trescientos años de calma, no bastan?". En la mañana de ese 5 de julio, después de la culminación de los debates, la votación y el recuento de los votos, quedaba proclamada la Independencia absoluta. De acuerdo con los testimonios de la época, luego de la proclamación, una manifestación espontánea encabezada por Francisco de Miranda, acompañado por miembros de la Sociedad Patriótica y del pueblo, recorrió las calles de la ciudad, ondeando banderas y gritando consignas acerca de la libertad. El aspecto más novedoso de la Constitución de 1811 es que disponía que el texto final debía ser presentado a las provincias para ser ratificado por el pueblo, lo cual no pudo cumplirse por efectos de la guerra; es importante destacar que ninguna otra Constitución venezolana fue planificada para ser presentada al pueblo para su ratificación, hasta la del año 1999.
El 5 de julio no sólo constituyó la proclamación de la Independencia de Venezuela, sino que se constituyó en el inicio de las hostilidades contra el Imperio español en todo el mundo hispanoamericano, episodio que duraría casi 15 años y que tendría como conclusión el reconocimiento de las soberanías nacionales por parte de la Metrópoli. Sin embargo, durante lo que restó del siglo XIX, Venezuela estuvo inmersa en escarceos más grandes o más pequeños, que impidieron planificar y llevar a cabo la construcción soberana de una República independiente. El Estado ocupaba sus fuerzas en ganar o perder conflictos fraternos por el poder, que resultaban todos en victorias pírricas, que en realidad redundaban en enormes pérdidas económicas para la Nación. Las turbas de turno eran arrasadas con armas, que se compraban contratando empréstitos cada vez más onerosos para el país, pero que enriquecían a los gobernantes del momento con el negocio de la guerra, mientras arruinaban el de la tierra.
Es así como recibimos el siglo XX, con uno de los momentos más vergonzosos de nuestra historia patria. En 1902, la mayor escuadra de guerra del planeta, la británica, apoyada por otra de las más grandes, la alemana, bloqueaban nuestras costas, bombardeaban pueblos aduaneros y hundían la armada venezolana, miserable e inerme como el país entero, con la justificación de cobrar las deudas con ellos contraídas durante el siglo que acababa de terminar. Venezuela, una nación completamente depauperada, que había sido víctima de la avaricia sin límite del industrialismo europeo y de la política expansionista en franco desarrollo de la Nación del Norte, se vio obligada a firmar en Washington los Tratados de la ignominia, en los que se estableció como jurisprudencia que los intereses económicos de las grandes potencias del mundo estaban por encima de toda nuestra legalidad y de nuestra soberanía. América Latina se debatió entre protestar la injusticia y la ilegalidad de estas acciones y “poner sus bardas en remojo”, lo que terminó haciendo, empujando así al Continente entero por la senda de la obediencia más servil hacia los grandes capitales del mundo occidental.
La Doctrina Drago, que fue la única protesta formal llevada a cabo por país alguno en el Continente, expuesta en la III Reunión Panamericana, planteaba que ningún país extranjero podría cobrar a sangre deuda alguna que tuvieran los países latinoamericanos, so pena de ser defendidos por los Estados Unidos, que debería obligarse a aplicar la Doctrina Monroe. Sin embargo, los Estados Unidos contra-argumentaron con la presentación de la Propuesta Porter, que planteaba básicamente dos cosas: 1) que esa propuesta no se discutiera en esa instancia, sino que se pusiera a dormir hasta llevarla a La Haya; y 2) que los Estados Unidos convenía en hacer en otros casos lo que había hecho en el caso venezolano, que consistía en arbitrar una solución, si el país deudor se comprometía a aceptar sus designios. La Propuesta Porter se convirtió en la introducción del “Corolario Roosevelt”, que planteaba que si un país latino-americano situado bajo la influencia de los Estados Unidos amenazaba o ponía en peligro los derechos o propiedades de estadounidenses, el gobierno de Estados Unidos estaría obligado a intervenir en los asuntos internos del país "desquiciado" para reordenarlo, restableciendo los derechos y el patrimonio de su ciudadanía y sus empresas. Esta doctrina supuso, en realidad, una carta blanca para la intervención de Estados Unidos en América Latina y de hecho marcaba el inicio del neocolonialismo, que acarreó la renuncia de la independencia y de la soberanía de nuestros países, a menos de un siglo después de haber iniciado las luchas por lograrlas. A esto siguió un siglo entero de intervenciones norteamericanas a lo largo y ancho del territorio latinoamericano, con el fin de deponer a los gobiernos nacionalistas e imponer gobiernos cipayos, que permitieran los abusos de los intereses norteamericanos.
En 1998 cuando el Comandante Hugo Chávez ganó sus primeras elecciones como Presidente de Venezuela, toda el área latinoamericana venía siendo víctima desde hacía 20 años, de la virulencia del azote neoliberal, que a través de los designios de las empresas transnacionales y de los organismos multilaterales, insistían en “el fin de la historia” y por lo tanto, en el triunfo irreductible de la globalización del imperialismo sobre nuestra independencia. Después de convocada la Asamblea Constituyente en 1999, la recién redactada Constitución Nacional fue sometida a una consulta electoral directa y secreta, en la que algo más del 70% de la población venezolana votó su aprobación, en un hecho que marcaría el inicio de un nuevo significado de las categorías Independencia y Soberanía para todo el Continente latinoamericano.
Una de las incorporaciones más importantes en la Constitución de 1999 fue la definición de nuestro sistema político como un Estado Social de Justicia y de Derecho y como una Democracia Participativa y Protagónica. Para lograr que esas definiciones sean realidad, tenemos que recuperar la soberanía económica, la soberanía política y la soberanía cultural. Ello pasa en primer lugar, por renacionalizar nuestras industrias básicas, nuestros monopolios naturales. En segundo lugar, reestructurar las instituciones del Estado, para convertirlo en eficiente y eficaz. En tercer lugar, construir hombres y mujeres nuevas, saldando la enorme deuda social atrasada, proveyéndoles de alimentación balanceada, hogares dignos, educación completa y salud oportuna. En función de eso se crearon las Misiones, que han logrado empujar el aparato burocrático del Estado, para que marche a una velocidad más cercana a la que reclaman nuestras nuevas organizaciones sociales, que fueron en realidad las que dieron a luz nuestra Revolución.
El otro gran cambio que propone nuestra nueva Constitución es el de trazar una nueva política estratégica internacional que tenga como norte la integración, la cooperación, la solidaridad y la justicia social, en vez de la competencia, que es la política que rige la hegemonía imperial. Debemos lograr una colaboración efectiva con nuestros vecinos, que son nuestros hermanos, que somos nosotros mismos. Porque está claro que recuperar nuestra Soberanía pasa por contribuir a que los pueblos hermanos recuperen la suya, para poder actuar en bloque contra el Imperialismo, que nos mantiene subyugados económica, política y culturalmente.
Es por eso que el 5 de julio es una fecha tan importante en nuestro país. Porque nos recuerda que hay una gesta que aún es menester llevar a feliz término. Y esa gesta es la independencia total de cualquier potencia y la unión de la Gran Nación Suramericana, Nuestra América, la América mestiza, orgullosa de sí misma y hermanada en una misión de solidaridad, cooperación y justicia social.
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