Un Viaje por la prosperidad
Venezuela y Colombia comparten en estos días uno de los inviernos más nefastos de la historia de los dos países. Este viaje fue en el pequeño espacio de tiempo que hubo de verano en el país. Ahora la cosa está un poco complicada, pero se sigue trabajando.
En el recorrido de tres mil kilómetros en estas vacaciones, vimos algunas pocas cosas de tres prósperos estados venezolanos, aunque en rigor pasamos por diez de ellos: Miranda, Aragua, Carabobo, Yaracuy, Lara, Trujillo, Mérida, Barinas, Portuguesa y Cojedes. De la vía lo que se ve: en Barinas y Portuguesa, la impresionante autopista José Antonio Páez, que convierte un camino infernal en un rato fastidioso pero infinitamente más corto y seguro que antes; además, vastísimas extensiones de terreno ahora llenas de ganado, pastizales y bolas inmensas de heno, en lo que antes era interminables sembradíos de monte y culebras. En Yaritagua, una descomunal avenida, parecida a la Libertador de Caracas, que pasa justo por el medio de la ciudad, comunicando una parte y la otra con viaductos, que pasan sobre el viajero que solo va de paso y que ahora, para llegar a Barquisimeto, no interrumpe el tráfico local y no se atasca en él. Y lo más llamativo en la vía entre Cojedes y Caracas: camiones y camiones y camiones y camiones con comida: melones y patillas, papas y berenjenas, frutas y vegetales en camiones y camiones y camiones de distintos calados, transitando por las más grandes autovías del centro norte del país, para alimentar a los diez millones de personas que aquí nos apiñamos, habiendo tanto espacio en el sur de la nación.
Quien no ha ido a Lara en los últimos cinco años se sorprende al encontrar un desvío, poco antes de llegar al propio Barquisimeto, que nosotros, caraqueños como somos, denominamos “la Cota Mil” de Lara. El que no va para la ciudad de los crepúsculos no tiene ahora que entrar en ella: toma la Av. Hermano Nectario María, que es una autopista que parece exagerada y llega sin mácula a Carora por un lado y a El Tocuyo por el otro; pero ahí, ahí mismito está la vasija de Quíbor, que anuncia la llegada a un pueblo como del tamaño de Higuerote, pero con la atmósfera de la musicalidad larense. Limpiecito, simpático, barato y bastante fresco para lo que esperábamos encontrar: era febrero y no había empezado todavía el calor característico del valle de donde salen el ochenta por ciento de las cebollas que se comen en toda esta tierra de gracia. El Museo bien cuidadito, Guadalupe fantástico y Sanare con un divertido parque Andrés Eloy Blanco, que podría estar mejor cuidado. El Tocuyo, Los Humocaros, Carora todo limpiecito y las vías en perfectas condiciones; eran los últimos días de la primera fase de AgroVenezuela y todo el mundo emocionado y apurado por inscribirse para seguir produciendo. La represa del Tocuyo y los sembradíos y animales completan el panorama de una zona productiva en ebullición. Si hubiéramos sabido que íbamos a conseguir tanta comida de perros por todos lados, no hubiéramos cruzado el país entero con los quince kilos que nos llevamos. Barquisimeto… ENORME!!! Me mudaría para allá sin pensarlo un momento.
Previo cargar con algunos de los recuerditos del viaje, seguimos muy de mañanita camino hacia Boconó. En el camino de salida de Carora ya empieza a cambiar el paisaje y en lo que se llega a la nacionalizada Flor de Patria, la sensación ya es otra. Se deja atrás la xerofitia y se va imponiendo el bosque húmedo… y empieza a bajar la temperatura. La vía ya no son las impecables autopistas larenses, pero está buena para recorrerla, incluso con carros pequeños. Y en algo más que un momentito, se llega al páramo, donde se puede almorzar rico, barato, sencillo y simpático y en menos de lo que canta un gallo Boconó, que es una ciudad grande, orgullosa, limpia, bonita, generosa, decente, muy sabrosa y andinita, en el más bello de los sentidos. Donde estés parado te dan los “buenos días”, lo cual impresiona a estos desatentos caraqueños, que hace ya tiempo olvidamos ser personas, para convertirnos en máquinas mimetizadas en nuestros agresivos carros. Era la presentación de las candidatas a la elección de la reina de carnaval y la televisión local hizo un simpático programa, en el que al principio se presentaron un grupo de bellas y despreocupadas muchachas de todos los municipios, calzando zapatos de goma y vistiendo ropa muy informal, que después cambiaron por sus mejores galas. Hablaron la reina saliente y su princesa y demostraron que, aunque es muy improbable que hubieran podido estar en el Miss Venezuela, intelectualmente les dan dos patadas a cualquiera de las muchachas que presentan en esos concursos comerciales: menos mal!
La Laguna de los Cedros, donde hay que tomarse unas fotos y respirar, aunque sea por un rato, la atmósfera de paz y belleza; CampoElías, lindo, limpiecito, ordenadito. El balneario del Río Saguaz, en la puerta de Biscucuy ya en Portuguesa, es otro parque donde provoca quedarse una mañana entera, tirada al sol, siendo testigo impasible del río que cruje sin cesar. Pero como íbamos para Mérida, salimos por el otro lado: Niquitao, Jajó y Timotes, amables pueblos andinos, de los que provoca haber salido alguna vez para poder tener la añoranza de volver algún día; y entre ellos, con vistas fabulosas de cada loma y cada jardín sembrado y una intensísima actividad agro-comercial Las Mesitas, Tuñame y La Mesa de Esnujaque, que gritan a todo pulmón que el petróleo por fin está siendo sembrado para cosecharse prosperidad. Entre Tuñame y Jajó se precisa doble tracción, pero en general se puede transitar con todo tipo de carros. Y después de Timotes, el camino deja de ser andino para convertirse en paramero. Entre frailejones y vacas llegamos al Collado del Cóndor o lo que antes se conocía como Pico del Águila, nos tomamos el respectivo chocolate, pasamos un poco de frío en esa soleada mañana de sol espléndido y empezamos a bajar hacia Mérida, prometiéndonos que volveríamos a ver algunas cosas con más detenimiento: los cóndores en la reserva, un teléfono en un anticuario, el cielo desde el Observatorio, una cobija en Tabay, el cañón en Gavidia, el monumento a Nevado.
Aunque todos los sitios donde dormimos estuvieron bien pagados, la “cabañita en la montaña” del Arquitecto Pedemonte fue de lejos el mejor de los argumentos para dormir abrazados y arropados gentes y perras y una fantástica experiencia hogareña. Disfrutamos de la chimenea, de la atención de la pareja de caseros, de la vista de toda Mérida, del pueblo “El Morro”, de los juguitos de frambuesa, de la bruma. Esa casa metida en la Sierra Nevada hubiera sido lo mejor del viaje, si el viaje todo no hubiera sido tan superlativo. Pasamos de largo por Ejido, nos tomamos fotos en la salada Laguna de Urao, nos quedamos sin conocer Santa Cruz de Mora, hicimos cola en el banco para sacar dinero del cajero en Tovar y almorzamos en Bailadores, en donde conocimos la Cascada de la India Carú; por el sur fue lo único que nos dio tiempo de visitar. Demasiado para ver; poco tiempo para conocer. Una palabra para Bailadores: en otra vida nací allí y mi alma dejó sus raíces en ese pueblo, estoy segura.
Para no hacer este cuento eterno, como son los viajes en los mejores sueños, nos vinimos por Santo Domingo el día que empezaba la Feria del Sol: hasta que salimos a las seis de la mañana, no habían podido elegir la reina, porque la lluvia no paró hasta que llegamos a Barinitas, siete horas más tarde. Diez horas después de eso, entrábamos en Caracas, muertos pero contentos, del viaje y de que se terminara. Porque paradójicamente, de las mejores cosas de los viajes es que terminan pronto. Es la prosperidad de estas tierras lo que debe continuar para no terminar jamás.
En el recorrido de tres mil kilómetros en estas vacaciones, vimos algunas pocas cosas de tres prósperos estados venezolanos, aunque en rigor pasamos por diez de ellos: Miranda, Aragua, Carabobo, Yaracuy, Lara, Trujillo, Mérida, Barinas, Portuguesa y Cojedes. De la vía lo que se ve: en Barinas y Portuguesa, la impresionante autopista José Antonio Páez, que convierte un camino infernal en un rato fastidioso pero infinitamente más corto y seguro que antes; además, vastísimas extensiones de terreno ahora llenas de ganado, pastizales y bolas inmensas de heno, en lo que antes era interminables sembradíos de monte y culebras. En Yaritagua, una descomunal avenida, parecida a la Libertador de Caracas, que pasa justo por el medio de la ciudad, comunicando una parte y la otra con viaductos, que pasan sobre el viajero que solo va de paso y que ahora, para llegar a Barquisimeto, no interrumpe el tráfico local y no se atasca en él. Y lo más llamativo en la vía entre Cojedes y Caracas: camiones y camiones y camiones y camiones con comida: melones y patillas, papas y berenjenas, frutas y vegetales en camiones y camiones y camiones de distintos calados, transitando por las más grandes autovías del centro norte del país, para alimentar a los diez millones de personas que aquí nos apiñamos, habiendo tanto espacio en el sur de la nación.
Quien no ha ido a Lara en los últimos cinco años se sorprende al encontrar un desvío, poco antes de llegar al propio Barquisimeto, que nosotros, caraqueños como somos, denominamos “la Cota Mil” de Lara. El que no va para la ciudad de los crepúsculos no tiene ahora que entrar en ella: toma la Av. Hermano Nectario María, que es una autopista que parece exagerada y llega sin mácula a Carora por un lado y a El Tocuyo por el otro; pero ahí, ahí mismito está la vasija de Quíbor, que anuncia la llegada a un pueblo como del tamaño de Higuerote, pero con la atmósfera de la musicalidad larense. Limpiecito, simpático, barato y bastante fresco para lo que esperábamos encontrar: era febrero y no había empezado todavía el calor característico del valle de donde salen el ochenta por ciento de las cebollas que se comen en toda esta tierra de gracia. El Museo bien cuidadito, Guadalupe fantástico y Sanare con un divertido parque Andrés Eloy Blanco, que podría estar mejor cuidado. El Tocuyo, Los Humocaros, Carora todo limpiecito y las vías en perfectas condiciones; eran los últimos días de la primera fase de AgroVenezuela y todo el mundo emocionado y apurado por inscribirse para seguir produciendo. La represa del Tocuyo y los sembradíos y animales completan el panorama de una zona productiva en ebullición. Si hubiéramos sabido que íbamos a conseguir tanta comida de perros por todos lados, no hubiéramos cruzado el país entero con los quince kilos que nos llevamos. Barquisimeto… ENORME!!! Me mudaría para allá sin pensarlo un momento.
Previo cargar con algunos de los recuerditos del viaje, seguimos muy de mañanita camino hacia Boconó. En el camino de salida de Carora ya empieza a cambiar el paisaje y en lo que se llega a la nacionalizada Flor de Patria, la sensación ya es otra. Se deja atrás la xerofitia y se va imponiendo el bosque húmedo… y empieza a bajar la temperatura. La vía ya no son las impecables autopistas larenses, pero está buena para recorrerla, incluso con carros pequeños. Y en algo más que un momentito, se llega al páramo, donde se puede almorzar rico, barato, sencillo y simpático y en menos de lo que canta un gallo Boconó, que es una ciudad grande, orgullosa, limpia, bonita, generosa, decente, muy sabrosa y andinita, en el más bello de los sentidos. Donde estés parado te dan los “buenos días”, lo cual impresiona a estos desatentos caraqueños, que hace ya tiempo olvidamos ser personas, para convertirnos en máquinas mimetizadas en nuestros agresivos carros. Era la presentación de las candidatas a la elección de la reina de carnaval y la televisión local hizo un simpático programa, en el que al principio se presentaron un grupo de bellas y despreocupadas muchachas de todos los municipios, calzando zapatos de goma y vistiendo ropa muy informal, que después cambiaron por sus mejores galas. Hablaron la reina saliente y su princesa y demostraron que, aunque es muy improbable que hubieran podido estar en el Miss Venezuela, intelectualmente les dan dos patadas a cualquiera de las muchachas que presentan en esos concursos comerciales: menos mal!
La Laguna de los Cedros, donde hay que tomarse unas fotos y respirar, aunque sea por un rato, la atmósfera de paz y belleza; CampoElías, lindo, limpiecito, ordenadito. El balneario del Río Saguaz, en la puerta de Biscucuy ya en Portuguesa, es otro parque donde provoca quedarse una mañana entera, tirada al sol, siendo testigo impasible del río que cruje sin cesar. Pero como íbamos para Mérida, salimos por el otro lado: Niquitao, Jajó y Timotes, amables pueblos andinos, de los que provoca haber salido alguna vez para poder tener la añoranza de volver algún día; y entre ellos, con vistas fabulosas de cada loma y cada jardín sembrado y una intensísima actividad agro-comercial Las Mesitas, Tuñame y La Mesa de Esnujaque, que gritan a todo pulmón que el petróleo por fin está siendo sembrado para cosecharse prosperidad. Entre Tuñame y Jajó se precisa doble tracción, pero en general se puede transitar con todo tipo de carros. Y después de Timotes, el camino deja de ser andino para convertirse en paramero. Entre frailejones y vacas llegamos al Collado del Cóndor o lo que antes se conocía como Pico del Águila, nos tomamos el respectivo chocolate, pasamos un poco de frío en esa soleada mañana de sol espléndido y empezamos a bajar hacia Mérida, prometiéndonos que volveríamos a ver algunas cosas con más detenimiento: los cóndores en la reserva, un teléfono en un anticuario, el cielo desde el Observatorio, una cobija en Tabay, el cañón en Gavidia, el monumento a Nevado.
Aunque todos los sitios donde dormimos estuvieron bien pagados, la “cabañita en la montaña” del Arquitecto Pedemonte fue de lejos el mejor de los argumentos para dormir abrazados y arropados gentes y perras y una fantástica experiencia hogareña. Disfrutamos de la chimenea, de la atención de la pareja de caseros, de la vista de toda Mérida, del pueblo “El Morro”, de los juguitos de frambuesa, de la bruma. Esa casa metida en la Sierra Nevada hubiera sido lo mejor del viaje, si el viaje todo no hubiera sido tan superlativo. Pasamos de largo por Ejido, nos tomamos fotos en la salada Laguna de Urao, nos quedamos sin conocer Santa Cruz de Mora, hicimos cola en el banco para sacar dinero del cajero en Tovar y almorzamos en Bailadores, en donde conocimos la Cascada de la India Carú; por el sur fue lo único que nos dio tiempo de visitar. Demasiado para ver; poco tiempo para conocer. Una palabra para Bailadores: en otra vida nací allí y mi alma dejó sus raíces en ese pueblo, estoy segura.
Para no hacer este cuento eterno, como son los viajes en los mejores sueños, nos vinimos por Santo Domingo el día que empezaba la Feria del Sol: hasta que salimos a las seis de la mañana, no habían podido elegir la reina, porque la lluvia no paró hasta que llegamos a Barinitas, siete horas más tarde. Diez horas después de eso, entrábamos en Caracas, muertos pero contentos, del viaje y de que se terminara. Porque paradójicamente, de las mejores cosas de los viajes es que terminan pronto. Es la prosperidad de estas tierras lo que debe continuar para no terminar jamás.
Comentarios
Biscuter
Muchas gracias por sus palabras. Y también mi felicitación por la estupenda crónica de viaje que acabo de leer y que revela su amor por el país.
Saludos,
Biscuter