Vivir en un cuerpo que no te pertenece
El caso de este socialité que se acaba
de cambiar de sexo y después de sesenta y cinco años y seis hijos
cambió el género por el que se lo identificaba hasta ahora, es
aunque no parezca muy común en esta sociedad capitalista del siglo
XXI. La diferencia entre él y miles o probablemente cientos de miles
de personas que andan por ahí descontentas con sus cuerpos -como
suelen decir- es que esta persona es reconocida por anunciar todo lo
que usa en su programa de televisión (o más bien el de las
hijastras), lo que le permite ingresar en sus cuentas cantidades
groseras de dinero, con lo que podría decidir cambiarse hasta de
especie. El grueso del planeta tiene que conformarse con su identidad
originaria.
Es de conocimiento común la
conversación peluqueril sobre las morenas que desean ser rubias o
las gordas que quieren ser flacas; las negras que quieren “alaciar”
(porque ahora ya nadie quiere alisar) el cabello o las planas que
quieren “lolas talla triple M” o las bajitas que quieren verse
altas o las bellas que desean la suerte de las feas. Yo no conozco
estudios serios sobre los temas de conversación en los “salones de
belleza”, pero si los hubiera seguramente mostrarían que la
esencia colectiva compartida por todas las personas, que pasan horas
y horas dejándose torturar con máquinas infernales es la necesidad
de cambiar lo que son, porque viven en cuerpos que “no les
pertenecen”.
Y esto nos lleva a mi tema preferido de
reflexión: la ideología en el funcionamiento del capitalismo. El
modo de producción en su afán de mutación para su propia
conservación, diseñó una estrategia por la cual las grandes
mayorías quieren vivir “el sueño americano” y “el american
wey of laif”; es decir, quieren dejar de ser lo que son, porque lo
que son no es ser, porque ser es ser como dicen los enlatados y el
cine gringo. De esa manera todos en el planeta, en este momento de
globalización, terminamos creyendo que solo siendo como dice la
televisión que se debe ser, es que uno puede ser. Por lo tanto,
siendo como uno es, no se es.
Así se ha logrado por ejemplo, que los
trabajadores no protesten contra los capitalistas, sino contra vivir
“en un cuerpo que no te pertenece”, como si la vida y el cuerpo
fueran dos cosas distintas, que pudieran ir cada una por su lado. Y
así, mientras se está tratando de pensar cómo sería el cuerpo al
que realmente se pertenece, los ricos nos siguen robando la fuerza de
trabajo necesaria para la acumulación originaria o diseñando la
manera de desarrollar un mecanismo para monetizar los valores de uso
y convertir hasta el aire que respiramos en un bien material, que
puede ser patentado por ellos, para prepararse para el momento en que
puedan cobrar royalties por él.
En mi caso no tengo empachos en
confesar que puesta a elegir, habría nacido hija de... digamos...
Rockefeller por ejemplo. Es decir, este cuerpo de mujer,
afrodescendiente, tercermundista, pobre, educada
por monjas que creían que la creatividad -en el caso de las niñas-
tenía que ser sustituida por el cuidado a ultranza de la castidad y
estudiada en una universidad que tiene una escuela de computación,
que no es siquiera capaz de producir un programa para las
inscripciones de sus alumnos, este cuerpo... no me pertenece. A mi la
verdad el cuerpo que me pertenece es el cuerpo de Paris Hilton, con
todo y su herencia por supuesto.
Ahora bien, como lograr eso no es
posible, desde una muy temprana edad me negué rotundamente (con
consecuencias trágicas para mi pobre madre, que no entendía qué
hizo mal conmigo) a pasar horas en las peluquerías, siendo torturada
para tratar de esconder el hecho evidente de que mi abuela materna
era negra y el no tan evidente pero lógico, de que su abuela fue
cazada a los siete años como un animal, en lo que ahora se llama
Sierra Leona, para posteriormente traerla a Venezuela y esclavizarla.
En vez de eso, he preferido usar mi cabeza y mi tiempo libre para
imaginar un mundo en que las diferencias sean celebradas y todos
tengan oportunidad de potenciar sus características propias, sean
cuales fueran.
Un mundo más justo no es solo
necesario, sino posible. En ese mundo la vida tiene el valor que
tiene, solo por ser vida. Los cuerpos son la vida animal, así como
las plantas son la vida vegetal, así como las piedras son la vida
mineral. Todas las vidas en el planeta tienen tanto valor como las
otras y el equilibrio de la vida se logra en el respeto a toda ella.
Por eso el Comandante Eterno decía que la capacidad de amor es
infinita y que lo que tenemos es que ponerla en práctica. Si amamos
la vida -toda la vida- nos amaremos a nosotros mismos y amaremos a
nuestros semejantes y a los que no lo son tanto, porque el amor a la
vida es lo importante, cualquiera sea la forma en que se presente.
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